[♬] Diviso una modesta casa encalada en algún rincón perdido de la sierra, con un pequeño huerto adyacente. Sentada en la desvencijada butaca del porche, escudada tras el calor de una taza de té recién hecho, diviso el extraño amanecer entre montañas, al que sigo sin acostumbrarme a pesar del tiempo que llevo aquí.
Al otro lado de la propiedad se despereza esa colmena que aún no he domesticado y, delante del rústico vallado de madera tras el que se parapeta las hortalizas, corretean ya libremente cinco o seis gallinas ponedoras con nombre propio y los conejos más arrojados del pago.
Ni dispersos ni apretados, en torno a la vivienda se alzan algunos frutales: un limonero, un naranjo, un manzano, un castaño, un olivo, un roble y un nogal, imprescindible en estas altitudes y latitudes. A su amparo crecen las verduras, organizadas en perfectos liños que se dirían trazados con tiralíneas: los rizados guisantes, las apuntaladas tomateras, las arenosas patatas, las crujientes coles...
A las comadres les gusta visitarme para comprar mis productos; y eso que al principio casi tuve que venderlos de puerta en puerta. Por fortuna, el tiempo me ha otorgado experiencia e incluso buena fama y ahora, además de hortalizas, cultivo una floreciente clientela.
Además, he aprendido a hacer mermeladas y conservas que mis vecinos y aún más los turistas adquieren con fruición. Por eso, los sábados y domingos soleados improviso, junto a la entrada de la huerta, un pequeño puesto con mis frascos y mis cestos de frutas y verduras, los cuales conquistan fácilmente al transeúnte que, lejano a las exigencias que lo han hecho huir un rato de la ciudad, acostumbra a aminorar la marcha ante su presencia; la calma del lugar les relaja el gesto y el paso y los anima a entablar curativas conversaciones sobre cosas banales, como el tiempo o las abejas, que jamás osarían a emprender o secundar de lunes a viernes. Y yo dialogo con ellos compartiendo esa ilusión, pues sé qué se siente estando en sus zapatos.
No en vano, aunque cada vez me sienta más integrada entre mis nuevos vecinos, durante algún tiempo atrás yo también me refugié en este lugar sólo esporádicamente, huyendo del estrés y el ajetreo urbano.
Ahora tengo aquí mi casa. De mi viejo mundo añoro el guiño celeste del mar y su olor a salitre; pero en los últimos años, el tiempo transcurría en él tan deprisa que me estaba envejeciendo a cámara rápida. Por lo demás, mi vida no ha cambiado sobremanera; sigo hipotecada hasta las cejas y llegando a duras penas a fin de mes. Sin embargo, ahora tengo más tiempo para escuchar a las musas y a Morfeo y más excusas para sonreír.
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Imagen creada con IA © |
Hola!!! Primera vez por tu blog y me quedo un rato para seguir leyéndote...
ResponderEliminarSaludos
hola, bohemia.
ResponderEliminarantes de nada, tengo que decirte me encanta tu nombre. sabes? tengo cierta debilidad por esa valentía tan escasa hoy por hoy como es la bohemia.
me reconforta tu visita. me gusta descubrir gente nueva así como viejos conocidos buceando por mis dominios. así quédate y visítame tanto cuanto quieras, por favor. gracias.
Que pueblo mas bonito. Me recuerda al de mis abuelos...
ResponderEliminarLA FOTOCOSA.
ResponderEliminarMirala dormir.
www.lafotocosa.blogspot.com
Bello, todo como a mi me gusta, tomandose el tiempo a pequeños sorbitos sin prisa, vivir viviendo,
ResponderEliminardejandose ser una misma, haciendo unidad unica con la naturaleza... Eso es vivir, lo otro es muerte expeditiva!!!
Como me gusta leerte, amiga.Saboreo tus letras.