Siempre me las sirvo en un vaso de cristal trasparente, pues el paladar comienza en la mirada e incluso en el olfato mucho antes que en la propia boca. Las paredes del recipiente las retienen, amontonándolas en un difícil equilibrio. A través del vidrio es fácil recrearse en sus diferentes tonalidades de rojos, desde el más blanquecino al granate más poderoso, acariciando a veces un negro sanguinolento en las versiones más maduras. Cubiertas de perlas de agua, aparecen, además, frescas y luminosas, casi estivales. No suelo devorarlas enteras, de un recio y solitario bocado, sino de dos mordiscos, dejando en la pequeña baya una herida sangrante a través de la que se aprecia el terso y diminuto hueso que, a pesar de su pequeño tamaño, la llena casi entera. En la boca, la película carnosa se disuelve en la piel que la cubre, fibrosa y tierna, licuándose en una crujiente y azucarada fusión. Poco a poco, voy mermando el contenido del vaso, deteniéndome con fruición en los sabores y ...